noviembre 08, 2012


El otro día tuve un ataque de pánico. Es una expresión demasiado sensacionalista, como 'invasión extraterrestre', pero no se sintió así. Fue imprevisto, sí, pero no había gente corriendo por todos lados, ni sangre ni rayos láser. Sólo Santa y yo, y el conductor del camión de la mudanza. Ah, y más adelante Dani.

Sucedió así: había ido a la casa de Santa a recoger mis cosas: ropa, discos, unos cuantos libros, un viejo órgano eléctrico. Ya me había encargado de llevar a la basura mi máquina de escribir -con la que había pasado horas martilleando tipos sobre hojas blancas de papel; era hermoso verla dejar manchas, trazar renglones desiguales y montar unas letras encima de otras como si estuviera cansada; Pablo la había encontrado en la basura hacía años, yo se la iba a guardar pero en realidad fue mía desde que la vi- y otros trastos ahora inservibles. Debí haber presentido algo, me sentía inquieto y fumaba sin parar, casi sin darme cuenta; conversaba con Santa, intentaba parecer animado. Nada del otro mundo, nada que pudiera usarse como reclamo publicitario para un libro o una película. La vida es así, más bien prosaica.

Cuando terminamos de dejar todo en el vestíbulo, Santa me abrió la puerta para salir. Íbamos a esperar el camión afuera. Apenas crucé el umbral tuve una extraña punzada en el pecho, justo donde se intersecta con el hombro. Me asusté mucho. De inmediato supe que tenía que ver con mis excesos de los últimos meses: demasiados porros y demasiados romances, y la excitante pero dolorosa sensación de ir por la vida a los tumbos, como un trompo que parece quieto pero en realidad gira a toda velocidad y tarde o temprano se marea. Y eso fue lo que sucedió después: la cabeza me empezó a dar vueltas y mis fuerzas flaquearon, como si fuera a desmayarme. Dos más dos suman cuatro, pensé; se trata de un infarto. Me asusté aún más.

Mi primer reflejo fue llamar a Ani y decirle que no iba a poder verla esa noche. Necesito un descanso, me dije; si esto es un preaviso -y ojalá que lo sea-, aún estoy a tiempo de remediarlo todo; sólo tengo que dejar de portarme como un libertino decadente o un moribundo al que se le ha concedido otra oportunidad. Pero después no pude más, y tuve que confesarle a Santa que no me encontraba bien. Pedimos una aromática en el café de enfrente, y estaba ahí sentado cuando apareció el flamante conductor de nuestro camión de mudanzas: un cholo barrigón y entrado en años con un bigotito ralo, como de niño que no alcanza todavía la pubertad. Dijo que lo mío seguro era falta de almuerzo (pero no, porque hacía media hora nos habíamos zampado media libra de arroz y varios filetes). Me cayó bien.

Santa se encargó de montar todo al camión mientras me terminaba la aromática. Nos despedimos, y comenzó mi travesía junto al cholo; pero a las dos cuadras tuvimos que parar a consultar el GPS, y yo decidí llamar a Santa y pedirle que nos acompañara. Estaba convencido de que iba a terminar en una camilla o un ataúd; el mareo no aflojaba, y tenía el brazo izquierdo medio dormido. Pensaba en mis amigos y mi familia, que considerarían muy llamativo el hecho de que al final no hubiera podido escapar de Barcelona...

Calle abajo apareció Santa con Lula (su perrita de dos meses)en brazos. Y yo dije qué manera más estrambótica de morir, recorriendo las calles de Barcelona con un cholo desorientado, un amigo y su perra. Lula no paraba de chillar y arañar la puerta del camión de mudanzas, como queriendo escapar de aquella catástrofe en ciernes.

En la casa de Dani, nuestro destino, me largué a llorar apenas llegamos. Por fin me rendí al hecho de que era imposible esperar que un ser humano normal, bastante normal, soportara sin desfallecer todo lo que yo había vivido en los últimos meses. No joda, yo también era humano y tenía derecho; no era justo que todo eso se represara en mi pecho sin que yo nunca interrumpiera mi vida para lamerme las heridas. Lloraba sin parar.

Ahí fue que Dani lo dijo: ataque de pánico. Y entonces sí el fogonazo, el atisbo de que mi vida ya era otra, de que los mecanismos que articulan mi suerte se movían y todo temblaba y hacía ruido, para más tarde sumirse en el silencio del Tranquimazin.

Así que mi hora no había llegado, pero un poco de dramatismo le sienta bien a cualquier trama.

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